Desde pequeños nos habían enseñado a temerle a guerras atómicas, invasiones extraterrestres o caída de meteoritos, como los posibles causantes del fin de nuestra era. Pero ahora resultaba que nuestro peor enemigo era un virus invisible...

Ante las dificultades que enfrentaba el universo científico, con mis amigos León, Luis Alberto, Charly y Ana pensamos de inmediato en Don Arturo: él era el único que nos podía ayudar. Sin embargo, este profesor ya jubilado tenía un “defecto”: le gustaba hablar con acertijos, proponer enigmas y hacerse el misterioso. Cuando le pedíamos alguna explicación, citaba poesías, letras de sus canciones favoritas o nos daba una misión imposible… Le gustaba hablar por la boca de otros, decir lo que otros ya habían dicho. Para él, las respuestas ya estaban todas dadas, solo había que saber interpretarlas, ponerlas en su lugar, armar el rompecabezas.

Por eso, cuando nos juntamos en el barrio, desafiando la prohibición de circular (algunos usando tapa-bocas, otros portando máscaras y cascos para evitar contagiarnos), tomamos nuestras bicicletas y volamos a su casa a pedirle ayuda en nombre de toda la humanidad, no nos sorprendimos de que se sentara al frente de su computadora, en silencio, y nos dijera:

-La peste se reproduce siguiendo la secuencia mágica de Fibonacci desde que una persona enferma hasta que puede contagiar, como si la naturaleza entendiera de matemáticas.